domingo, diciembre 11, 2011

LA GRAN TRANSFORMACIÓN: UNA VICTORIA PÍRRICA






Carlos Arturo Caballero

A la distancia, percibo un desánimo cada vez más difícil de disimular en quienes apoyamos la elección de Ollanta Humala. Es una desazón que lucha contra una esperanza que se niega, por momentos, a aceptar las señales de la política real y práctica. La advierto en las redes sociales, en los políticos, intelectuales, periodistas y en los pocos medios que confiaron en que el Partido Nacionalista ejecutaría las reformas prometidas durante la campaña electoral. Paralelamente, en los sectores antes hostiles a Ollanta Humala, observo que sus adustos y rabiosos rostros postflash de la segunda vuelta se van transformando en semblantes de aprobación y elogio refrendados por prepotentes exigencias para restablecer el orden y el principio de autoridad muy al estilo de esa derecha que acudía a tocar la puerta de los cuarteles cuando sobrevenía el desborde popular. A estas alturas, resulta vano analizar por qué Humala ganó la elección, pues, si bien los favoritos de la derecha empresarial, conservadora y confesional —PPK, Keiko o Castañeda— perdieron, las señales que va emitiendo el actual gobierno sugieren un mayor aggiornamento, un veloz y oportunista cambio de hábito acorde a los intereses de los perdedores. Todo indica que estos ya no tendrán que rumiar más su derrota.

El mayor obstáculo para la ejecución de las reformas prometidas por el nacionalismo no fueron, finalmente, los empresarios de la CONFIEP o el SNI ni los medios de comunicación y periodistas que se sumaron a la vergonzosa campaña de demolición contra Humala, sino ese 48.5% del electorado que no desea una gran transformación, es decir, que grosso modo considera que la situación debe mantenerse igual, salvo las demandas generales por mayor trabajo, incremento de salarios y reducción de la pobreza. Ollanta Humala ganó las elecciones por un margen muy ajustado, gracias a una amplia base de electores que pesó en las urnas, pero cuya lealtad política depende de la pronta satisfacción de sus demandas algunas viables, otras, descabelladas, lo cual nos coloca ante un panorama social muy agitado. Aquella mayoría en las urnas no se está traduciendo en una mayoría políticamente leal y por ello determinante para que el gobierno ejecute el mínimo de reformas a las que se comprometió durante la campaña electoral con la seguridad que le brindaría un incondicional apoyo popular. A esto agréguese la precaria representatividad política de un amplio sector de la población, excluido, utilizado e ignorado, y que posee suficientes razones y evidencias para desconfiar del Estado y más aún cuando observa que su voto ha sido defraudado. En suma, ninguna gran transformación es viable sin el apoyo de la población, lo digo con triste realismo.

Los movimientos políticos que carecen de organización partidaria son proclives a adoptar programas previos que hayan dado resultado y hacerles muy leves enmiendas. Es como ir a comprar a lo seguro una marca conocida. Terminan cediendo el poder a los tecnócratas que ofrecen sus buenos oficios al gobierno de turno para garantizarle un tránsito indoloro. Se trata de una burocracia estatal eficiente y bien entrenada que no es nueva en estas tareas sino que viene operando desde 1990 cuando Fujimori los convocó para ejecutar lo que Efraín González de Olarte llamó «neoliberalismo a la peruana». Por ello todo intento de reformar el Estado y el modelo económico fracasará si es que la agrupación política que gobierna no está organizada como un partido, lo que implica 1) una línea de pensamiento definida, 2) un equipo técnico de alto nivel comprometido con dicha línea de pensamiento, 3) «cuadros» y operadores políticos visibles y mediáticos, 4) activa militancia partidaria a nivel de bases y con buenas relaciones con los movimientos regionales. Sin estas condiciones, no existe capacidad de disuasión frente a los poderes fácticos, y si esto no es posible no queda más que negociar en desventaja, ya que quienes gobiernen no tendrán otra opción que reconvocar a los que ya conocen la maquinaria, la mayoría de veces, funcionarios de perfil muy bajo, nada mediáticos, pero que finalmente son «la mano que mece la cuna», los que «inspiran confianza a los mercados».

¡Qué equivocados estábamos los que vimos en su triunfo la recomposición de la izquierda democrática!, que honestamente alentaron Nicolás Lynch, Sinesio López, Alberto Adrianzén, Félix Jiménez y Carlos Tapia a través de «Ciudadanos por el Cambio». De haberse mantenido su participación, se hubiera compensado la carencia de organización partidaria y cohesión ideológica de Gana Perú, facilitado que los intelectuales deliberen con la ciudadanía para aportar tanto reflexiones como soluciones programáticas, y sobre todo, brindado recursos para confrontar y disuadir a los poderes fácticos adversos a las reformas. No obstante, la izquierda intelectual próxima a Humala no contó con que las circunstancias cambiarían drásticamente entre la primera y segunda vuelta, esta y la toma de mando, y entre el 28 de julio y la declaratoria de Estado de Emergencia en Cajamarca.

El aggiornamento del discurso nacionalista se puede rastrear a través de los siguientes instantes. Nótese que este proceso se intensificó conforme se acercaban la elección decisiva, la toma de mando y las primeras crisis de gobierno. 1) La andanada de críticas contra el plan de gobierno nacionalista, diseñado por un equipo técnico en su mayoría propuesto por el colectivo «Ciudadanos por el Cambio», provocó su inmediata reestructuración. Esta fue la primera gran concesión práctica a sus adversarios. 2) La inserción de un equipo técnico para la segunda vuelta (Kurt Burneo, Óscar Dancourt, Alfonso Velásquez, Daniel Schydlowski) con miras a reestructurar el plan y levantar la imagen de Humala relegó a los intelectuales de «Ciudadanos por el Cambio», lo cual se agravó con la creciente influencia del asesor Luis Favre. 3) La exigencia de los partidos perdedores, medios adversos, CONFIEP y SNI para designar al ministro de Economía y ratificar a Julio Velarde como presidente del BCR. 4) El pánico financiero producido por la caída de bolsa y la amenaza del retiro masivo de inversiones fueron una advertencia a Humala del poder de los mercados. El continuo acoso a los funcionarios del gobierno, como Omar Chehade, Aída García Naranjo y Ricardo Soberón con la finalidad de remover a los personajes más írritos para la derecha liberal-conservadora-autoritaria-resentida por la pérdida de las elecciones. 5) La renuncia de Carlos Tapia como asesor de la Presidencia del Consejo de Ministros y del primer ministro Salomón Lerner Ghitis, ambos muy cercanos colaboradores de Humala hacía años atrás.

Algún día los científicos sociales explicarán por qué en el Perú, a diferencia de Ecuador, Bolivia, Uruguay y Argentina, el neoliberalismo no nos vacunó contra la indiferencia y el egoísmo, cómo y en qué momento diluyó la solidaridad y nos volvió indolentes. Será porque hechas las sumas y restas este perverso modelo generó la emergencia de una nueva clase media desinteresada por el bienestar del otro y totalmente desideologizada y apolítica, y que sobre la base de su bienestar generaliza que no hay motivo para cambiar la fórmula que les ha permitido mejorar su situación durante la última década. Será porque la riqueza se ha concentrado en las principales ciudades del país atrayendo millonarias inversiones que generan trabajo, no hay duda, pero qué calidad de trabajo. Sin embargo, a una parte de la población este detalle no le interesa, y se puede entender de cierta manera: algo es siempre mejor que nada.

Si la calidad de nuestras demandas continúa guiándose por esta lógica pragmática, ninguna gran transformación será posible.


ENLACES DE INTERÉS

La derrota de la inteligencia - César Hildebrandt
Cambio en el gabinete - José A. Godoy
Los cuadros del presidente - La República

jueves, diciembre 01, 2011

EL PRESENTE DE LAS HUMANIDADES




Charlie Caballero

El lugar que ocupan las humanidades hoy dista mucho de lo que fue hace medio siglo. Muy pocos padres de familia animarían decididamente a sus hijos a estudiar Literatura, Filosofía, Arte o Música. El argumento sería que las humanidades ofrecen reducidas expectativas de realización profesional, en otras palabras, que no son rentables, por lo cual, en el mejor de los casos, si es que no logran que sus hijos renuncien a su vocación, la aceptan luego de haber culminado una carrera «lucrativa». Esta forma de ver las humanidades no parece tan descabellada, sino más bien muy realista. ¿Tienen algo importante qué decir la Filosofía, la Literatura y las bellas artes frente a la crisis económica mundial, el cambio climático, el terrorismo internacional, el narcotráfico, la amenaza de una guerra nuclear o la Primavera árabe? ¿Acaso la elección e implementación de una carrera profesional no debería evaluarse de acuerdo a oportunidades laborales, rentabilidad económica y la utilidad para la solución de problemas?

Al respecto, Martha Nussbaum (Nueva York, 1947) opina que la democracia y la libertad se encuentran en peligro si aceptamos que las humanidades nada tienen que decir en el mundo de hoy. Su destacada trayectoria comprende la docencia universitaria, la investigación y la representación de cargos en prestigiosas instituciones académicas como el Consejo de la Academia de Artes y Ciencias Americanas y la Junta Directiva del Consejo Americano de Sociedades Científicas. Asimismo, es profesora de derecho y ética en la Universidad de Chicago. Justicia poética (1997), Las mujeres y el desarrollo humano: el enfoque de las capacidades (2002), El ocultamiento de lo humano (2006), El cultivo de la humanidad (2005), Las fronteras de la justicia (2007) y recientemente Sin fines de lucro (2010) son algunos de sus trabajos más importantes.

Junto al Premio Nobel de Economía Amartya Sen, promovió una noción de desarrollo basada en el «enfoque de las capacidades» (capability approach), entendidas como un conjunto de libertades políticas, económicas y sociales que asumidas plenamente como derechos permiten a los individuos potenciar sus habilidades. Ello explicaría por qué en ausencia de tales libertades sobreviene la pobreza, se agudiza la desigualdad y se dificulta el desarrollo integral de la nación. En contraste con otras teorías sobre el desarrollo, Sen y Nussbaum consideran que los indicadores económicos son insuficientes porque no muestran un análisis integral de todas las variables que intervienen para calificar el grado de desarrollo en una sociedad. Desde esta perspectiva, es posible cuestionar la gestión de un gobierno que basa su éxito exclusivamente en el crecimiento económico (PBI), si paralelamente una gran porción de la población permanece muy por debajo del umbral de pobreza, no accede a niveles óptimos de educación y salud, o carece de oportunidades de participación política. Esos mismos gobiernos, paradójicamente, podrían estar enfrentado periódicas crisis que desestabilizarían su legitimidad por la constante emergencia de conflictos sociales, censura a medios de comunicación o pérdida de autonomía de los poderes del Estado. En este sentido, un país con alto PBI per cápita puede ser menos desarrollado que una nación más pobre pero con mejor distribución de oportunidades.



El enfoque de las capacidades pone en tela de juicio la idea de que las libertades económicas acarreen de por sí libertades políticas; por el contrario, lo que podría suceder con un libre mercado omnipotente es que toda iniciativa individual o social sea evaluada en términos de costo-beneficio o ganancia-pérdida, lo cual simplifica en extremo la variedad de facultades de la población. Así, los objetivos para alcanzar el bienestar de la nación se instrumentalizan bajo la lógica del mercado. En la educación, particularmente, vienen ocurriendo cambios en los planes de estudio escolares y universitarios orientados a superar la crisis económica enfatizando la formación de saberes prácticos, mensurables por su impacto y rentabilidad, en detrimento de las humanidades. Aquí radica la preocupación de Martha Nussbaum: que las nuevas políticas educativas se sostengan en la idea de educar para generar dinero y no para formar ciudadanos, ya que este es el criterio que guía a los padres de hoy al momento de elegir una escuela o universidad para educar a sus hijos. Desean una escuela que asegure su ingreso a una carrera profesional rentable. Los Estados que quieren superar el subdesarrollo y las transnacionales que buscan expandir sus mercados completan esta compleja bisagra que deja muy poco espacio de acción a las humanidades.

En Sin fines de lucro, Nussbaum sostiene que el repliegue de las humanidades —debido a las reestructuraciones curriculares implementadas por una educación para el crecimiento económico— pone en peligro la democracia. A contraluz de ese modelo, plantea una educación para el desarrollo humano, indispensable para la democracia y la ciudadanía, fundamentado en las ideas de Tagore, Dewey, Rousseau, Winnicott y Ralph Ellison, cuyos aportes utiliza también para refutar una creencia muy extendida: que la educación sea sobre todo un medio para crecer económicamente y que de ello sobrevenga una mejor calidad de vida.

La «crisis silenciosa» de la que nos habla Nussbaum consiste en que las políticas educativas de varios Estados a nivel mundial están desapareciendo las humanidades de sus planes de estudio porque las consideran inútiles para afrontar los desafíos del nuevo siglo. Universidades, institutos y escuelas preparan a los estudiantes para estudiar una carrera rentable, pues tanto los padres, los directivos de los centros de estudio y las instancias que diseñan las políticas educativas coinciden en que la educación para el crecimiento económico conduce al desarrollo de la nación. ¿Y por qué deberíamos preocuparnos? En primer lugar, porque las artes y las humanidades desarrollan el pensamiento crítico y la creatividad, facultades importantes como las que promueven la ciencia y tecnología para el desarrollo económico. La autora no apuesta por una superposición de saberes, sino por su necesaria complementariedad. Las ciencias y las humanidades no se excluyen; conjuntamente permitirían «afrontar los problemas internacionales como “ciudadanos del mundo”». (26) Si desaparecen las humanidades de los planes de estudio o se orientan sus contenidos a lo estrictamente práctico, se perjudica el pensamiento crítico y la creatividad a favor del utilitarismo y la rentabilidad, lo cual implica que la ciudadanía posea cada vez menos disposición para juzgar las ideas de su época y para proponer alternativas a pensamientos hegemónicos. Por consiguiente, el pensamiento crítico es fundamental para mantener una democracia alerta: «[…] los jóvenes de todo el mundo, de cualquier país que tenga la suerte de vivir en democracia, deben educarse para ser participantes en una forma de gobierno que requiere que las personas se informen sobre las cuestiones esenciales que deberán tratar, ya sea como votantes o como funcionarios electos o designados». (29)

En segundo lugar, siguiendo el enfoque de las capacidades de Sen y Nussbaum, el espíritu de las humanidades, que viene siendo distorsionado por le educación para la rentabilidad, es el desarrollo de facultades como la empatía y el reconocimiento de la diversidad, aparte del pensamiento crítico y la creatividad. Sin estas facultades, la comprensión del otro próximo o distante de nosotros será cada vez más difícil. Ello nos lleva a preguntarnos cuál es el tipo de educación que realmente deseamos: cuando se evalúa la educación en un país, afirma Nussbaum, hay que preguntarse cómo forma a los jóvenes para una participación sociopolítica, es decir, cuán comprometidos están con su ciudadanía.

Posteriormente, la autora contrasta la «educación para la renta» y la «educación para la democracia». Aquella se fundamenta en una idea dominante en estos tiempos: que el crecimiento económico genera progreso para una nación. El problema con esta visión es que prescinde de otros indicadores que en conjunto expresan mejor los niveles de calidad de vida, como la distribución de la riqueza, la igualdad social, o la calidad de las relaciones étnicas y de género. Esta teoría del desarrollo, de profunda raigambre neoliberal, fue planteada por los economistas de la Escuela de Chicago y sugerida por el FMI y el Banco Mundial como política económica normativa para países emergentes. Su traducción al ámbito de la educación fue el Nuevo Vocacionalismo: educar con fines utilitarios, sencillamente, neoliberalismo educativo. Esa es la educación para la renta.

Las evidencias demuestran que el crecimiento económico no arrastra necesariamente mejoras en la salud, educación, reducción de la desigualdad y la pobreza ni mayor respeto de las libertades civiles y políticas, sino que alienta la concentración de la riqueza en territorios y sectores poblacionales específicos. Para revertir esta situación habría que examinar si se está formando a los jóvenes en la escuela y la universidad para plantear alternativas a un modelo que ampara la desigualdad, el beneficio de unos pocos y la indiferencia frente a los otros; y si no se está lesionando deliberadamente su autonomía para pensar por ellos mismos debido a la preeminencia de un modelo que promueve una educación rentable y rentista para quien la ofrece como para quien se forma en ella. «La libertad de pensamiento en el estudiante resulta peligrosa si lo que se pretende es obtener es un grupo de trabajadores obedientes con capacitación técnica que lleven a la práctica los planes de las élites orientadas a las inversiones extranjeras y el desarrollo tecnológico». (43)

Nada más irritante para los rentistas de la educación que el debate ideológico, el pensamiento crítico, la abierta discrepancia y la organización política de los estudiantes. No solo ignoran o subestiman las artes y humanidades, les tienen miedo, pues el cultivo el cultivo del pensamiento crítico es un poderoso antídoto contra la resignación, la complacencia y el adiestramiento, y por el contrario, incentiva la inconformidad con los medios y los fines. Por eso quienes solventan la educación para el crecimiento económico se oponen a que las artes y las humanidades integren los planes de estudio de escuelas y universidades.

Frente a ese modelo, Nussbaum contrapone la educación para el desarrollo humano, la cual implica «un compromiso con la democracia, pues un ingrediente esencial de toda vida dotada de dignidad humana es tener voz y voto en la elección de las políticas que gobernarán la vida propia» (47). Es un tipo de formación que apoya las libertades políticas, religiosas, de expresión, derechos en salud y educación, etc. Gozar de estos derechos es signo inequívoco de prosperidad, de calidad de vida, sobre todo si cualquier ciudadano puede ejercerlos sin restricciones de corte económico. El dinero no debería ser la medida para acceder a una educación de calidad.

En «Educar ciudadanos: los sentimientos morales», profundiza sus reflexiones sobre la educación para la democracia enfatizando la empatía, o sea, imaginar o suponer cómo se sentiría el otro. Ello fortalece la solidaridad y ayuda vencer la indiferencia. La educación para la democracia necesita además que la escuela desarrolle el interés por los demás mediante la interacción con las minorías (étnicas, lingüísticas, de género, etc.), combata estereotipos y prejuicios mostrando contenidos reales y diversos sobre el otro, enseñe la importancia de la responsabilidad individual y aliente el pensamiento crítico.

«La pedagogía socrática: la importancia de la argumentación» debería ser lectura obligatoria para todo maestro que aprecie despertar de inquietudes, más que fijar saberes en sus estudiantes. Nussbaum explica la importancia de la mayéutica socrática para la educación humanística por el protagonismo que le otorga a la argumentación y a la iniciativa personal durante el aprendizaje. Las humanidades podrían ayudar a que los alumnos reflexionen y argumenten por sí mismos antes que someterse a un saber. Sin embargo, la educación para el crecimiento económico pone en riesgo el ideal socrático, ya que el debate pierde interés, los exámenes se estandarizan, los contenidos de las disciplinas se tornan rudimentarios rebajándose cada vez que se necesite obtener un mayor índice de aprobados para evitar la deserción, pero en el fondo, para no comprometer la rentabilidad. En suma, que el conocimiento no obstaculice la aprobación de un examen diseñado sobre la base de contenidos superficiales. Visto así, obviamente la reflexión, la discusión y la argumentación quedan al margen.

Argumentar es una capacidad fundamental en la vida práctica. No es una exquisitez intelectual, sino una responsabilidad, un compromiso con nuestra autonomía. A diario observamos lo inestable que es la opinión pública cuando evalúa algún hecho. La imagen que el individuo le imprime a su discurso se toma como argumento para aceptar sus planteamientos sin mediar análisis. Y tan pronto como se adhiere a una opinión, la rechazan a favor de otra simplemente por el prestigio que reviste el que lo dice. Si asumimos una postura personal, somos capaces de sostenerla mediante argumentos y contrastarla con otras distintas, eventualmente, pondremos en tela de juicios nuestras propias creencias. Por ende, el cultivo de la argumentación es fundamental para la democracia, porque nos predispone a entablar diálogo con quien piensa diferente y a estar alertas ante la emergencia de discursos totalitarios que diluyen la controversia bajo una aparente armonía.

La idea más atractiva y que pone de manifiesto la integridad de la defensa que Nussbaum hace de las humanidades está en el capítulo dedicado al tema de la educación para la ciudadanía mundial. Si examinamos detenidamente nuestro sistema educativo comprobaremos que allí se gestan las grandes transformaciones así como las grandes tragedias de la nación. El racismo, el nacionalismo xenofóbico, el etnocentrismo hostil, la discriminación lingüística, entre otras formas de exclusión, se aprenden en la escuela y se refuerzan en la familia y la sociedad, y viceversa. Cuán indispensable es que un estudiante sepa la importancia de reconocer la diversidad cultural de su nación y del mundo. Que no hay por qué jerarquizar la diferencia ni tampoco sobrealimentarla sino aceptarla. Que la diversidad no es una barrera infranqueable para dialogar con el otro sino un desafío ineludible. «Es imposible que las instituciones terciarias y universitarias transmitan el tipo de enseñanza que hace a un ciudadano del mundo si no cuentan con estructuras dedicadas a la educación humanística, es decir, con al menos un conjunto de cursos de formación general para todos los alumnos aparte de las materias obligatorias para cada carrera principal».

Sin fines de lucro me llevó a reconsiderar mi opinión sobre la educación estadounidense y la europea. Anteriormente, creía que en el Viejo Continente aún sobrevivía un sólido bastión humanista y que, en cambio, los EEUU solo se alimentaban de las modas intelectuales europeas. Nussbaum demuestra con claridad que si bien en su país la amenaza contra las humanidades es un hecho (los profesores de humanidades en los EEUU vienen observando una reducción de presupuestos asignados a sus departamentos. Las que no pueden justificar su sostenibilidad se cierran, su plana de tiempo completo se integra a otro departamento y se sujetan a las directivas de la misma; en suma, pierden autonomía) todavía subsiste una amplia base humanística y que no todas las autoridades ni docentes ni estudiantes en la unión americana estarían dispuestos a claudicar ante el neoliberalismo educativo.

Para la autora, la literatura y las artes desarrollan la imaginación y logran vencer la vergüenza y la repugnancia frente al otro. A ello agregaría que la enseñanza crítica de la literatura en la escuela forma ciudadanos democráticos a través de la tolerancia frente a la libre interpretación. Acostumbrarse a admitir de buen grado que el otro tiene derecho a decir su verdad sin reparos ni censuras ni condicionamientos predispone a un individuo al diálogo, a la apertura frente a la diferencia. Lo contrario sucede si el esfuerzo se concentra en fijar interpretaciones a toda costa.

Y aunque amenazado por la educación para la renta, me reconforta formar parte de un saber donde todavía sobrevive una voluntad de cambio.

viernes, noviembre 18, 2011

El NUEVO VOCACIONALISMO

Arturo Caballero

En su libro Homo academicus (1989), Pierre Bourdieu detalla cómo la distribución del conocimiento en facultades, escuelas y departamentos universitarios reproduce la estructura social dominante. Por un lado, se encuentran disciplinas como la medicina, el derecho y las escuelas de negocios, que basan su poder en el capital económico-académico y consecuentemente en el prestigio social. Esto significa que ser formado en alguna de ellas revestirá al sujeto de una autoridad académica (grados, títulos, cargos, becas, etc.) refrendada por la ubicación socioeconómica que tales recursos le permitan. Por otro lado, están las ciencias naturales, cuyo poder radica sobre todo en el capital intelectual otorgado por el prestigio de la comunidad científica. Para Bourdieu esta confrontación es análoga a la que existe entre la clase dominante (hombres de negocios, ejecutivos y funcionarios estatales detentadores del poder político y económico) y los científicos (artistas e intelectuales) representantes del poder simbólico y cultural. Las humanidades y las ciencias sociales son susceptibles de ubicarse entre ambos.

Al respecto, Wlad Godzich comenta el lugar en que las humanidades y las ciencias sociales vienen perdiendo terreno frente a la arremetida del «Nuevo Vocacionalismo», que motiva la sustitución y progresivo abandono de los valores humanísticos que sostienen la episteme de aquellas áreas del conocimiento. Contrastando lo señalado por Bourdieu, la tendencia es que las humanidades y las ciencias sociales se instrumentalicen, lo cual las convierte, dicho al mejor estilo de Louis Althusser, en aparatos ideológicos del poder económico-político. La cultura escrita es el lugar donde se libra la batalla entre las humanidades y el Nuevo Vocacionalismo.

Ante la crisis económica de los 60 y 70 en los EEUU, y como parte de una serie de medidas conducentes a superar la crisis, las unidades encargadas de evaluar el nivel educativo de los estudiantes estadounidenses aplicaron pruebas a lo largo y ancho de la Unión Americana. Las pruebas nacionales de competencia lingüística concluyeron que sus estudiantes no estaban en condiciones de desarrollar bien sus estudios por lo que requerían «recibir formación adicional en las universidades para poder trabajar satisfactoriamente en su campo» cualquiera fuera su especialidad. En seguida, se dispuso la reestructuración de las currículas de educación básica, secundaria y superior poniendo énfasis en las ciencias exactas y tecnología en perjuicio de las ars liberalis y las ciencias sociales. El consenso era superar la crisis mediante la formación especializada de individuos en conocimientos aplicados a la solución de problemas.

La tarea de nivelación se asignó a los departamentos universitarios de inglés, cuyos profesores adujeron que no correspondía a la universidad resolver los problemas generados por una desacertada política educativa excluyente y discriminadora que sin tomar en cuenta la gravedad de la situación extendió «la educación superior a las minorías raciales y étnicas», cuyo nivel era deficiente debido al abandono de la educación pública en comparación con la privada.

Pese a la reticencia de los humanistas, la reestructuración se ejecutó de igual modo. A partir de ese instante, ya no era tan importante la literatura inglesa o la historia del pensamiento político europeo, como la redacción de textos sobre la base de información relacionada con la profesión del estudiante. De este modo, se generó una abierta confrontación entre los profesores de literatura y los enseñantes de redacción, al punto que fue necesario «conceder autonomía presupuestaria y organizativa a la nuevas unidades académicas dedicadas a la enseñanza de la escritura». Observemos que la escritura, concebida tradicionalmente como un recurso fundamental de las artes libres (aquellas que tenían como propósito ofrecer conocimientos generales y destrezas intelectuales, antes que destrezas profesionales u ocupacionales especializadas llamadas artes manuales. Nuestras actuales humanidades) como la gramática, la dialéctica y la retórica se transformó en un recurso que por sus nuevos objetivos simplificaba todo lo que se podía y debía desarrollar en las currículas escolares y universitarias.

El significado de ars liberalis no es contingente. «La palabra ars tal como se utiliza en ars liberalis significa precisamente lo que techné significa; las artes liberales son las artes o las destrezas de las personas libres» (McIntyre 1992:92). La techné griega designaba lo mismo que la ars latina, su traducción. En algún momento de la historia ars se convirtió en el opuesto a techné. No me extenderé en ello aquí, pero es evidente que en la actualidad las secretarías, comisiones, consejos y demás similares de ciencia y tecnología no contemplan dentro de sus planes, o si lo hacen es en grado mínimo, a las artes, pues es muy extendida la idea que tecnología y artes son actividades si no diferentes, antagónicas.

Según Godzich, el verdadero trasfondo del conflicto entre humanistas y practitioners del lenguaje es la noción de cultura escrita que está en juego. Para aquellos es de suma importancia la defensa de los valores humanísticos, el pensamiento crítico y la formación general de saberes. En cambio, para los encargados de los nuevos programas de escritura lo primordial es la necesidad práctica, la utilidad del conocimiento, aprender algo que se va a utilizar, lo exigido por la realidad y las necesidades de los estudiantes.

Las facultades que formaban especialistas en profesiones vinculadas a actividades económicas recibieron más fondos y con ello adquirieron mayor autonomía para decidir el rediseño de las currículas y los procedimientos para las contrataciones de un cuerpo docente acorde a los nuevos tiempos. Las currículas de formación general incluyeron más cursos de redacción con mayor cantidad de horas, inclusive se diseñaron nuevos cursos para nivelar a los ingresantes siguiendo la recomendación de los evaluadores de competencias lingüísticas. Este giro en la política educativa se conoce como Nuevo Vocacionalismo, es decir, el redireccionamiento de los contenidos de los cursos de una carrera profesional, sean de formación básica o de especialidad, de acuerdo a necesidades específicas y orientadas a la consecución de un logro observable.

«Lo que quieren estos centros son estudiantes que sepan escribir en sus campos, y por tanto no puede sorprender que los programas de escritura hayan establecido diferentes líneas para los estudiantes sobre la base de su futura orientación vocacional: escritura para la actividad empresarial, para el derecho, para la ciencia, para la medicina, para la tecnología [...]». Esta es la noción de cultura escrita adoptaba en muchas universidades estadounidenses entre los 70s y los 80s, la cual se ha proyectado a nivela mundial y con especial énfasis en América Latina, donde viene adquiriendo, en algunos países más que en otros, una gran aceptación.

El Nuevo Vocacionalismo es resultado de un análisis interesado y oportunista que atribuye ineficiencia y extravagancia a las humanidades considerándolas saberes inútiles en la era de la información. Obedece también a los intereses empresariales de un sector ávido por superar la crisis mediante capital académico eficientemente formado en la solución de problemas más que en la especulación; en la toma de decisiones más que en la investigación (cuyos resultados se observan, en este campo, a veces a largo plazo). Cuando no pueden doblegar la resistencia del cuerpo intelectual, invierten cuantiosas sumas en centro de estudios privados si no es que ellos mismos los crean. Viéndolo en perspectiva, es un asunto que debería preocuparnos por las serias implicancias políticas que acarrea.

Es justamente lo que animó a Martha Nussbaum para indagar en el repliegue de las humanidades en los planes de estudios de las universidades del primer mundo y su impacto en la vida política. En su magnífico ensayo Sin fines de lucro (2010), Nussbaum advierte que el futuro será peligrosamente individualista si las políticas públicas en educación siguen la tendencia que llevan. Añade que hoy prima la idea de una educación rentable, capaz de dotar al estudiante de habilidades técnicas. Su postura es que sin el estudio de las humanidades, las sociedades perderán su pensamiento crítico y la capacidad para comprender la injusticia.



«En casi todas las naciones del mundo se están erradicando las materias y las carreras relacionadas con las artes y las humanidades, tanto a nivel primario y secundario como a nivel terciario y universitario. Concebidas como ornamentos inútiles por quienes definen las políticas estatales en un momento en que las naciones deben eliminar todo lo que no tenga ninguna utilidad para ser competitivas en el mercado global, estas carreras y materias pierden terreno a gran velocidad, tanto en los programas curriculares como en la mente y el corazón de padres e hijos. Es más, aquello que podríamos describir como el aspecto humanístico de las ciencias, es decir, el aspecto relacionado con la imaginación, la creatividad y la rigurosidad en el pensamiento crítico, también está perdiendo terreno en la medida en que los países optan por fomentar la rentabilidad a corto plazo mediante el cultivo de capacidades utilitarias y prácticas, aptas para generar renta».

En lo concerniente a la crisis de la cultura escrita, Godzich agrega que el impacto del Nuevo Vocacionalismo en la escritura ha sido la adquisición de una variedad específica de la lengua «con escaso conocimiento, lo más rudimentario en todo caso» de los contenidos de la Lingüística, en favor de la instrumentalización del lenguaje, el progresivo abandono de los vínculos entre lengua, cultura y sociedad, y la fragmentación en lenguajes autónomos aislados donde «la competencia para adquirirlos se restringe a uno solo de ellos»(13). El objetivo de estos programas no fue solucionar la crisis de la cultura escrita que agravó la brecha cognoscitiva entre quienes podían solventar una educación de calidad y los que no, sino que mediocrizó el potencial del conocimiento impartido enseñando al estudiante «a usar el lenguaje para la recepción y transmisión de información en una sola esfera de la actividad humana: la de su futuro campo de trabajo»(14).

Las Facultades de Lenguas poco pueden hacer contra la articulación de intereses comunes entre inversionistas privados (creadores de centros de estudio ad hoc a sus necesidades), las escuelas de capacitación profesional y los partidarios del Nuevo Vocacionalismo, que viene ganando adeptos en progresión geométrica al interior de los departamentos de Letras si basan su resistencia exclusivamente en una respuesta académica, pues se trata de una lucha que se librará en la esfera de lo político. Los «indignados» de Wall Street (Occupy Wall Street), los estudiantes chilenos que exigen una educación pública gratuita y los universitarios colombianos que la defienden, y los alumnos que se retiraron voluntariamente del curso de Introducción a la Economía en Harvard vienen mostrando el camino. Así como ellos, los humanistas deben evaluar cuánto pueden influir en la opinión pública más allá de las aulas.

miércoles, noviembre 16, 2011

AVATARES DE LA CRÍTICA

Arturo Caballero

Con mucha satisfacción y manifiesto orgullo, observo que en la Facultad de Lenguas de la Universidad Nacional de Córdoba algunas colegas han leído con detenimiento los textos de Antonio Cornejo Polar, transmitido sus inquietudes sobre lo que significa el ejercicio de la crítica en América Latina, y, aparte de ello, mantienen un diálogo fluido con uno de sus estudiosos, alumno y amigo entrañable, Raúl Bueno Chávez, cuyos textos también circulan entre los estudiantes de la facultad. Este aprecio por la figura y la producción de dos notables críticos literarios arequipeños también lo comprobé en el Brasil durante las últimas Jornadas Andinas de Literatura Latinoamericana celebradas en Niterói en 2010. Casi la totalidad de ponencias que abordaban la crítica latinoamericana, estudios culturales latinoamericanos y temas afines mencionaban a Antonio Cornejo Polar. Asimismo, en las actas de congresos, seminarios, coloquios, conversatorios y demás eventos académicos anteriores, vi que en la bibliografía estaban presentes sus artículos y libros más conocidos como Los universos narrativos de José María Arguedas (1974), Sobre literatura y crítica latinoamericanas (1982), La formación de la tradición literaria en el Perú (1989), Escribir en el aire (1994), así como diversos ensayos en los que el crítico arequipeño reflexionaba sobre literatura y cultura, a la vez que desarrollaba su categoría de heterogeneidad.

Conversando con mis colegas, les confesaba que para mí era una muy grato enterarme que se leían y discutían las propuestas de Cornejo Polar, no porque no lo mereciera, sino porque en la Universidad de San Agustín de Arequipa, nuestra alma máter, simplemente no se leen sus textos. No lo podían creer. No concebían la posibilidad de que en la Escuela de Literatura y Lingüística de la universidad donde se formara el autor de la heterogeneidad -concepto fundamental para comprender las articulaciones entre cultura, historia y sociedad en Latinoamérica- y a cuyas clases asistía Raúl Bueno, no se los leyera. "Ni hablar", sentenció Mirian Pino: "Aquí sí los leemos. Que se lo pierdan los peruanos".



En este caso, se cumple lo que Miguel Ángel Huamán expresó con acierto en "Contra la crítica del susto y la tradición del ninguneo": que aquello que se desconoce no existe. Miguel Ángel advirtió la actitud de algunos peruanistas europeos o norteamericanos que, cuando inician sus investigaciones en nuestro país, ignoran groseramente los estudios locales y hacen tabula rasa de los antecedentes, excepto los textos canónicos de sus allegados con quienes mantienen regular contacto académico. Sin embargo, hay de eso y de algo peor, a mi parecer, detrás del vergonzoso ninguneo a Cornejo Polar y Raúl Bueno. A ambos se les conoce y se les ignora. Debo aclarar que doy testimonio de lo que recuerdo ocurría a fines de los 90 e inicios del 2000 cuando era estudiante, pero, de acuerdo a lo que converso regularmente con actuales estudiantes de la Escuela de Literatura, la situación no ha cambiado sustantivamente.

La formación literaria de nuestra escuela a partir de mediados de los 90 ha intentado emular el programa de la Escuela de Literatura de San Marcos que pone mucho énfasis en los cursos de teoría literaria contemporánea. Progresivamente, superamos la valla del estructuralismo y la semiótica para aventurarnos en la psicocrítica, la deconstrucción, los estudios culturales y el análisis del discurso con mucha audacia y ganas, pero con escasa sistematicidad. Los profesores más interesados en renovar el plan de estudios para adecuarlo al modelo sanmarquino sostenían periódicas disputas con los más antiguos docentes, muy reticentes ellos a cambiar drásticamente la currícula. Que nuestro aprendizaje inicial del postestructuralismo y la posmodernidad haya sido bastante errático no es total responsabilidad de los profesores que tuvieron a su cargo las materias de teoría literaria -es más de no haber sido por su iniciativa aún Literatura de San Agustín estaría anclada en la historiografía, el formalismo ruso, la crítica marxista de viejo cuño o la semiótica estructuralista-; sino de la falta de audacia y compromiso académico de quienes en su momento dirigieron la Facultad de Filosofía y Humanidades y la Escuela de Literatura.

No obstante, al introducirnos en la teoría literaria contemporánea, ni por asomo revisamos un solo artículo de Antonio Cornejo Polar o Raúl Bueno. Del primero teníamos noticias de oídas sobre su trayectoria y por sus eventuales visitas a Arequipa y a la universidad. Supimos sobre su delicado estado de salud y posterior fallecimiento; y luego de Raúl Bueno quien regularmente era invitado con motivo de algún evento académico. Cuando se presentaba en el Paraninfo del Centro Cultural Chávez de la Rosa o en el Salón de Actos de la Escuela, los estudiantes nos pasábamos la voz y escuchábamos muy atentos su disertación, pero, solo allí porque en las aulas no. Ni siquiera en la bibliografía de los cursos que obligatoriamente al menos debieron mencionarlo, como la cátedra de Literatura Latinoamericana o Peruana o en alguna de las de teoría literaria vinculadas a los estudios culturales o poscoloniales.

El ninguneo a Cornejo Polar y Bueno se extendía a otros críticos latinoamericanos de su generación como Ángel Rama, Alejandro Losada, Nelson Osorio, Emir Rodríguez Monegal, Roberto Fernández Retamar y Antonio Cándido, por mencionar a algunos. No se trataba de un ninguneo activo o proselitista sino silencioso, soterrado. No puedo afirmar que se les denostara o descalificara como desfasados (aunque me comentan que cierto joven profesor que ahora tiene a su cargo cursos de teoría considera "desfasadas" las ideas de Cornejo Polar). Ello no sucedió así. Lo que ocurría era, simple y llanamente, que sus ideas no eran discutidas en clases ni sus textos incluidos en la bibliografía, contrariamente a lo que sucedía en Literatura de San Marcos, cuyo modelo, paradójicamente, los profesores de avanzada de mi escuela deseaban implementar o adaptar. Es preciso aclarar que no todos se allanaban a la currícula sanmarquina de Literatura, había voces disidentes que planteaban un equilibrio entre cursos de teoría, análisis e interpretación e historiografía, lo que me pareció y sigue pareciendo lo más sensato, pero el hecho es que aún con ese matiz, los textos de los autores mencionados no se consideraban dentro de los sílabos.

¡Qué cosas tiene la vida! Eso de que nadie es profeta en su tierra cobra exagerada actualidad en el caso de Antonio y Raúl. No se entienda por ello falta de estima, gratuita aversión o algún tipo de velada censura sobre ellos. Me consta que a las conferencias de Raúl asisten muchos profesores de la Escuela con algunos de los cuales mantiene regular comunicación y alta estima personal. Mi comentario va a que dicho aprecio por la persona no se traduce en aprecio por su producción intelectual poniendo en circulación sus textos y sometiéndolos a crítica como corresponde entre los estudiantes de la especialidad.

Recientemente, completé mi lectura del libro que Raúl Bueno dedicara como homenaje personal a Antonio Cornejo Polar, su maestro y amigo personal. Antonio Cornejo Polar y los avatares de la cultura latinoamericana (Lima, 2004). Fue una enorme satisfacción, evocar, a través de la semblanza de Raúl, a Antonio, a Arequipa, a San Agustín y a San Marcos, tan grato como comentarlo desde la Ciudad Universitaria de Córdoba, Argentina.

lunes, octubre 24, 2011

LA PRIMAVERA ÁRABE

Por Francisco Delich
Centro de Estudios Avanzados en Ciencias Sociales
Universidad Nacional de Córdoba, Argentina

(Publico este texto del Dr. Delich compartido por el autor y publicado en La Voz del Interior de Córdoba. En este artículo, Delich brinda alcances sobre los cambios político-sociales ocurridos recientemente en el mundo árabe. Fue publicado meses atrás mucho antes de que se conociera la muerte de Gadafi.)

Las revoluciones sociales del siglo XX fueron la consecuencia de la injusta distribución de la tierra a sus actores —el sujeto histórico— que las llevaría a cabo: los campesinos con y sin tierras explotados desde el fondo de la historia.

Cada una de estas revoluciones creó las condiciones para la emergencia de regímenes políticos o los condicionó severamente. El magistral estudio de Barrington Moore (jr.) Las condiciones sociales de la democracia y la dictadura ha cumplido cinco décadas y es por el momento un clásico insuperado para comprender la relación entre espacio territorial y política en sentido genérico y tenencia de la tierra y democracia en particular.

Las grandes revoluciones en Rusia (1917) y China (1945-48) fueron revoluciones campesinas, asumidas de este modo en China por Mao, y subordinada al proletariado por Lenin.

Las revoluciones sociales perdurables en América Latina tuvieron también como razón de ser las condiciones sociales agrarias desde México en 1910 hasta Cuba en 1959 pasando por Guatemala (1944) y Bolivia (1952), y otras revoluciones menos perdurables en prolongaciones políticas, como la revolución peruana (1968).

Las primeras grandes revoluciones sociales del siglo XXI se están produciendo en el norte de África; no reclaman por tierra, no son campesinos sus actores. Reclaman por derechos y sus protagonistas son urbanos. No forman parte de la civilización occidental, aunque viven en sus bordes europeos. No son cristianos. Son herederos de culturas ancestrales atravesadas por dominaciones tan antagónicas como instrumentales.

Los derechos no se reclaman en nombre de Dios sino del pueblo, de la sociedad civil, de la gente: derechos humanos, libertades civiles y participación política. Se equivocó Huntington sugiriendo el inevitable enfrentamiento entre el Occidente cristiano y el Oriente musulmán. Se termina de equivocar Marx: el fantasma que recorre Oriente no es el comunismo sino la democracia.

Los países árabes no son asimilables históricamente —aunque compartan territorios, lenguas y religiones más o menos comunes— porque este último medio siglo experimentaron procesos distintos de independencia política después de la Segunda Guerra Mundial. Compartieron regímenes autoritarios o autocráticos, democracias limitadas y eventualmente corruptas, alineamientos tercermundistas o soviéticos o estadounidenses durante la guerra fría. Y, sin embargo, una ola democratizadora lo recorre.

Las autocracias no se sostienen en el vacío social. Ningún régimen político perdura a través de generaciones sin un orden social que se reproduce, que tiene legitimidad y consolida algún tipo de establishment apropiado, es decir una conducción y garantía del orden social compatible con el régimen autoritario. Creo haberlo demostrado analizando la relación entre el régimen político que Stroessner instauró en Paraguay durante medio siglo (cf. Sociedades Invisibles, Gedisa, Barcelona) entre la apropiación y distribución de la tierra y el orden conservador funcional. La conducción propiamente social de las sociedades, el conjunto de normas, las escalas de prestigio, el poder moral coercitivo laico o religioso, que las cohesiona y subordina el poder político al militar funda siempre un orden que se autoprotege y reproduce como enseña la sociología desde hace un siglo medio.

Entre la sociedad militar que fundó y consolidó Gamal Abdel Nasser desde 1954 y la alianza tribal que Gadafi mantuvo durante cuatro décadas existe una distancia significativa. Alianza de jefes tribales en Libia, surgimiento de una nación pan árabe en Egipto; orden patriarcal en Libia, surgimiento de una burguesía local en Egipto. Comparten, sin embargo, desigualdades sociales y autoritarismo, conservación de costumbres acompañadas de exacciones inauditas. Modernizaciones tardías alejadas de la modernidad occidental. No es el antiguo monólogo de la razón que persigue progresos de consecuencias no queridas. Es una razón que contiene más a Kant que a Hegel.

Es una urbanización sin ruptura agraria, congestión de marginalidad sin Estado benefactor, aparición de clases medias sin soporte normativo, difusión escolar insuficiente. Pero probablemente la hipótesis más consistente la formuló el sociólogo francés E .Todd señalando dos revoluciones silenciosas: demográfica una y educativa la otra. Las mujeres árabes como en Occidente tienen cada vez menos hijos y más tiempo para ellas. La alfabetización —lo señalé— convierte habitantes en ciudadanos. No se fundan Estados. Sólo gobiernos.

En ese contexto, la rebelión social es pura reacción más que proyecto político o social. La demanda democrática es una precondición de la transformación política y ésta del reconocimiento de un orden social distinto que reconozca los nuevos actores sociales, mas allá del mercado financiero global que muchos llaman globalización. Pero una precondición que solo se agota cuando se convierte en orden posible.

Se convierte en fenómeno planetario cuando los medios de comunicación individuales atraviesan la sociedad y anticipan a los medios de comunicación masivos, cuando el reclamo no proviene de una situación económica ni se traduce en intereses, sino es profundamente simbólica.

lunes, agosto 22, 2011

Los radicales libres de la PUCP

Raúl Porras Barnechea alguna vez señaló que San Marcos y la Católica eran los pulmones intelectuales del Perú. Razones no le faltaban: ambas universidades han aportado gran parte del capital intelectual de nuestra nación. San Marcos, la Decana de América, ha sido durante nuestra vida republicana escenario de la discusión política nacional; la Católica, más bien de perfil elitista, nació a finales de la segunda década del siglo XX indiferente a la coyuntura política que la rodeaba. Y lo hizo asumiendo por completo el pensamiento conservador de su prinicipal benefactor, José de la Riva Agüero, quien en primera instancia había pensado dejar en herencia todos sus bienes a su alma máter, San Marcos. Sin embargo, ante la arremetida cada vez más sostenida y creciente del socialismo en sus aulas, decidió suceder sus bienes a la Católica.

Los problemas que San Marcos enfrenta son de conocimiento público y ahondar en ellos es llover sobre mojado. No sucede así con la amenaza que se cierne sobre la universidad privada más antigua del Perú, pues estoy convencido que de concretarse, se sentaría un precedente nefasto que comprometería la independencia intelectual y el espíritu crítico que nunca deben desaparecer de una universidad, sea cual fuera su naturaleza: laica, empresarial o confesional.

De todos los artículos acerca del litigio entre el arzobispado de Lima y la PUCP, el más frontal y sólido que he leído es el de Juan Carlos Ubilluz, conocido en nuestro medio por sus trabajos de investigación psicoanalítica lacaniana. Considera que la capacidad de respuesta de la PUCP en estos momentos cruciales debería fundamentarse no en el prestigio académico -el cual merecidamente poseen muchos de sus más notables profesores y egresados- sino en su capacidad de acción. De lo contrario, seguirán dando motivos para que los llamen "tragalibros" o "caviares" (el énfasis es mío). A lo vertido por Ubilluz le agregaría que la Católica estará en condiciones de enfrentar la amenaza del cardenal Cipriani siempre y cuando esté dispuesta a renunciar a la seguridad que le representa sentirse moral, política o académicamente superior al entorno que la rodea y, en consecuencia, persuadir a la opinión pública de que no se trata solo de una amenaza contra la autonomía, el patrimonio, la libertad o la pluralidad de esta universidad, sino contra la autonomía intelectual de cualquier institución que sostenga una postura progresista y secular.

La PUCP tiene todos los recursos para resistir y confrontar a los poderes fácticos que quieren doblegar a un sector de la comunidad universitaria que decidió imprimirle a fines de los 90 un giro radical a su tradicional indiferencia política en circunstancias que serlo era imperdonable. Y con esta afirmación no deseo comprometer a la universidad por completo sino solo a los sectores más progresistas. Durante mi breve estadía como estudiante de posgrado logré formarme varias impresiones, pero tengo la certeza que las escuelas más conservadoras son Historia y Literatura, tanto en lo político como académico. Son reductos en donde aún se respira el pensamiento de Riva Agüero, salvo excepciones muy visibles en ciertas cátedras. Por el contrario, Ciencias Sociales es el espacio donde el conservadurismo no cala. En el resto de la universidad el panorama es mucho más diverso. En consecuencia, es muy cuestionable la idea de que la Católica -no en abstracto y no tan solo las autoridades actuales, sino toda la comunidad universitaria- conforma un puño cerrado y sólido dispuesto a ofrecer una dura resistencia contra el conservadurismo confesional del Cardenal Cipriani, pues hay sectores indiferentes compuestos por tecnócratas eficientes que solo desean mantener sus cuota de poder sin perjuicio de la orientación política o académica que adopte el gobierno universitario. A ellos se agrega la resistencia progresista y liberal, que curiosamente podrían compartir la misma trinchera, y por último, están quienes ven la intervención del arzobispado con mucho gozo.

Para dar la lucha no basta con buenas ideas ni argumentos sesudamente diseñados como tampoco es suficiente publicar comunicados para contrarrestar las jugadas del Gran Canciller Cipriani cada vez que este los intimide, ni la recopilación de distinciones de sus más notables docentes ni la ardilla o el venadito o todas las maravillas PUCP juntas ni la discreta indignación de café o la aún más recóndita discrepancia virtual en las redes sociales. Hace falta bajar al llano y hacer sentir su voz con fuerza y determinación más allá de las cuatro paredes de un aula. Esto no es una invocación a que los docentes marchen por las calles (muy pocos lo harían en verdad); es más bien un llamado a los "radicales libres", a aquellos que están dispuestos a exponerse, a comprarse el pleito, a desprestigiarse, a manifestarse sin pensar en cuánto verán afectada su carga horaria para el siguiente ciclo.

También es necesario que paralelamente la PUCP se autoexamine y vaya depurando el amiguismo académico, la lealtad perruna, el doctoreo hipócrita, la herencia de cátedra y, el peor de todos, la necedad de mirarse el ombligo; y que algunas de sus autoridades medianas se convenzan de una vez por todas que están en la obligación de sumar, no de restar aliento, de ganar adhesiones, de integrar, no de construir capillas ni sectas y mucho menos cultos a la personalidad que para ello bastaría y sobraría con el Gran Canciller.

Si San Marcos enfrentara una situación similar, no tengo duda que habría grandes movilizaciones no solo en Lima sino en todo el país y que tanto autoridades, docentes, alumnos y egresados de todos los tiempos, grandes y pequeños, célebres y anónimos, amigos y rivales harían retroceder cualquier intervencionismo confesional en la Decana de América. Si la PUCP lograra que la opinión pública observe con indignación la posibilidad de que la libertad de pensamiento sea censurada en una universidad cualquiera fuese su orientación ideológica, habrá ganado un aliado moral mucho más contundente que todos los grados, títulos o diplomas obtenidos por su plana docente. Esa es la tarea de los radicales libres.

lunes, julio 11, 2011

Réplicas del debate sobre la educación universitaria

En este post, publico a continuación, el debate que sostuve con Paúl Llaque acerca del rol del profesor y del alumno en la educación actual. Esta polémica surgió a partir de sus apreciaciones sobre el artículo de Wilfredo Ardito "Le voy a decir a mi papá" publicado en su blog Reflexiones Peruanas. Al final de cada intervención va la firma del autor de la misma.

Efectivamente, creo que lo criticable, yendo al punto, es el modo como se concibe muchas veces el profesor universitario a sí mismo (y cómo lo conciben las propias instituciones y hasta el sentido común): un profesional al margen de los procesos educativos de sus alumnos y al margen de cualquier responsabilidad que pueda asumir por los resultados de los mismos. Supongo que esta realidad es herencia del modo cómo se ha enseñado en las unviersidades tradicionalmente: el profesor deposita los conocimientos en los alumnos, es el "productor cultural" o el "reproductor cultural" más bien de otro "reproductor" que se ha encargado de instruirlo, lo que no permite que sus alumnos sean productores de conocimiento en base a sus capacidades y destrezas, sino meros consumidores. (Bordieu, Giroux, Apple, Bowles y Gintis). En nuestras manos está no solo formar personas pasivas sino comprometidas con el aprendizaje y lo que comprometa su moral como productores de conocimiento. Finalmente, creo, como Moisés, que la alusión a Cuba y Venezuela no es tan justa y puede ser parte de otra discusión. Hay intentos por dejar el contexto del "periodo especial" y la prueba de "habilidades múltiples" que se plantea desde 1991 es un ejemplo de ello.

Angel Heredia

En primer lugar, debo formular dos aclaraciones, una a Pipo y la otra a Moisés Ramos, respectivamente. Primera aclaración: no he aludido a Cuba ni a Venezuela, sino a dos sátrapas como Fidel Castro y Hugo Chávez; las naciones siempre han sido más grandes que sus problemas. Segunda aclaración: cuando he escrito que los niveles de analfabetismo han disminuido en el Perú y en el mundo, solo he apelado al significado literal del término analfabetismo, no a la falta de alfabetización (o literacidad) en una determinada práctica discursiva en particular.

Por otro lado, me parece bien invertir tiempo en explicar algunas ideas centrales que, como profesores, debemos tener claras: rol del profesor, protagonismo del alumno, naturaleza del proceso enseñanza-aprendizaje, diferencias generacionales entre profesores y alumnos, diferencias entre formas y modos de aprender y enseñar, etcétera. De hecho, creo que las interpretaciones del texto «—Le voy a decir a mi papá» han resultado mucho más productivas para el equipo de Lenguaje de la UPC que la lectura del texto de Zavala y Córdova, verdadero batiburrillo de manierismos retóricos, conceptos desfasados y escasez de ideas pertinentes (me pregunto por qué no se empezó con un texto de Paula Carlino o uno de Daniel Cassany; cualquiera de esos textos hubiera asegurado, además de legibilidad, algunas ideas útiles).

En relación con la pregunta de Miguel: «¿Qué deberían aprender, entonces, nuestros alumnos [los de la UPC, los de esta hora, no los de Cusco o Ayacucho, no los de Nueva York o Londres]?», debo decir que estoy de acuerdo, en parte, con la respuesta de Miguel. Es verdad que «leer críticamente» y «producir discursos académicos» debe ser parte central de los cursos de Lenguaje en la UPC. Sin embargo, no estoy de acuerdo con que los géneros discursivos específicos de las carreras deban ser ajenos a nuestros cursos. Cuando enseñamos o aprendemos a redactar, lo hacemos, siempre, en el ámbito de un género discursivo (llámesele a este género como se le llame: estructura, tipo de texto o texto con determinada estrategia). Y aquí es el momento en el que empiezan los problemas. ¿Por qué?

A veces ocurre que el profesor o el coordinador o el burócrata educativo de turno cree que los alumnos deben redactar solicitudes. O memorandos. O descripciones poéticas. O estados de la cuestión. O ensayos académicos básicos. O informes económicos o de auditoría. O…

Cualquiera de los anteriores géneros discursivos podrían ser pertinentes para los alumnos. Pero eso no lo sabremos si, antes, no miramos el contexto inmediato en el que se inserta nuestro curso. Podemos estar enseñando a los alumnos a redactar ensayos básicos sobre el calentamiento global y la matanza de delfines en Australia —temas altamente importantes, por supuesto—, pero el alumno tal vez necesita, requiere, ¡le es urgente!, aprender a redactar un género mucho más inmediato: una respuesta de desarrollo a una pregunta de examen (de un examen de mañana) como «Señale usted las tres características más importantes del liderazgo cooperativo» o «¿Por qué es preferible la negociación ganar-ganar a la ganar-perder» o «¿Cuál es el método más aconsejable para el estudio de suelos?» o «Describa usted la implementación del sistema logístico X en la minera Yanacocha».

Ahora bien, la respuesta de desarrollo a una pregunta de examen es solo uno de varios géneros que diversos alumnos de diferentes carreras requerirán en la Universidad. Entonces, ¿sigue siendo pertinente enseñar a redactar el género que más le gusta o más sabe el profesor? Entonces, ¿sigue siendo pertinente enseñar a redactar un solo género discursivo a todos los alumnos por igual?

Claro está que, si asumimos el reto de propiciar el aprendizaje de géneros discursivos que a nuestros alumnos les son altamente significativos, debemos empezar por la humildad (qué humildad, ¡por la grandeza!) de aprender nosotros mismos a redactar textos de esos géneros
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Paúl Llaque

Solo debo señalar mi discrepancia con lo vertido por Paúl en lo concerniente a la exclusiva centralidad del alumno como protagonista del proceso enseñanza-aprendizaje y en la necesidad de ajustar los contenidos de un curso solamente a las necesidades inmediatas que exigen determinadas especialidades.

Sobre lo primero. La falta de experiencia o la supervaloración de sus propias cualidades podrían, efectivamente conducir a que el aprendizaje del alumno se dificulte: ambas situaciones son en extremo perjudiciales. Sin embargo, ello no quiere decir que aquel individuo que orienta el proceso de enseñanza-aprendizaje no sea el centro de dicho proceso, pues no se trata de una relación unilateral sino recíproca, es decir un centralidad compartida. Quien enseña desarrolla una actividad en directa interrelación con un auditorio y tanto uno como otro se influyen mutuamente. Cada salón es un mundo aparte, incluso en una misma institución. El desempeño del profesor que es conciente de su labor lo lleva a ajustar sus actividades en cada situación para lograr el mismo objetivo, pero igualmente, los alumnos se autorregulan de acuerdo a lo establecido (por acción, omisión o negligencia) por el profesor.

Sobre lo segundo. El mayor peligro que existe en la consideración de ajustar los contenidos de una materia a las necesidades prácticas de una carrera es que no todo conocimiento posee obligatoriamente una finalidad, o sea, no todo saber es necesariamente un medio para, sino, a veces, un fin en sí mismo. El repliegue de las humanidades en las mallas curriculares de escuelas y universidades está aconteciendo a nivel mundial. El peligro con ello es que esta formación tiende a evaluar el conocimiento en términos costo-beneficio o útil-inútil. De esta manera, se suele desechar lo aparentemente inútil, ya que se asume como impráctico, innecesario, deleznable, etc. Sin embargo, el mayor riesgo con ello se que se reduce notablemente el ejercicio del pensamiento crítico, pues para una mentalidad pragmática los dilemas éticos le son írritos. A propósito sugiero revisar el libro de Martha Nussbaum Sin fines de lucro, quien sostiene que cuando se promueven las habilidades técnicas en desmedro del estudio de las humanidades se dota a los estudiantes de herramientas útiles para el desarrollo económico -lo que no necesariamente garantiza una mayor calidad de vida- pero se los priva de las habilidades necesarias para el ejercicio del pensamiento crítico.

Finalmente, suscribo totalmente la observación acerca de la investigación y la producción académica por parte de los profesores. Quienes enseñamos a redactar textos académicos estamos en la necesidades de producir textos académicos.

Carlos Arturo Caballero

Algunos compromisos laborales últimos me impidieron responder de inmediato los comentarios de Carlos Arturo y Cinthia. A continuación, registro las ideas que me suscitan sus observaciones.

Suscribo la afirmación de Carlos Arturo de que el proceso enseñanza-aprendizaje constituye «no […] una relación unilateral sino recíproca […]», pero no estoy de acuerdo con él en que deba darse «una centralidad compartida». Me ratifico en que el alumno es el elemento central de ese proceso. Muchas veces, el profesor es un gran enseñante, y enseña mucho, pero los alumnos no aprenden nada, aprenden poco o solo algunos aprenden lo deseable. Esa es la razón por la que insisto en que sea el alumno el centro del proceso.

En relación con la idea de Carlos Arturo de que «no todo conocimiento posee obligatoriamente una finalidad, o sea, no todo saber es necesariamente un medio para, sino, a veces, un fin en sí mismo», disiento radicalmente. No hay una sola actividad consciente que no sea en función de algo. Si disfruto como un cosaco leyendo novelas, aun cuando para ello invierto mucho tiempo y dejo de ganar mucho dinero, lo hago porque me gusta, y ahí está la finalidad (el goce estético) de esa actividad; no se trata de que leo novelas solo para leer novelas; alguna razón ha de existir para hacerlo. Al respecto recuerdo una anécdota de Sócrates (el griego de la Antigüedad, no el médico y futbolista brasileño). Un par de días antes de beberse la cicuta, se esforzaba en aprender a tocar —me parece, aunque no lo recuerdo bien— la lira. Cuando un amigo, totalmente desolado por la situación de Sócrates, le espetó que por qué, si iba a morirse pronto, insistía en aprender a tocar dicho instrumento, Sócrates solo atinó a responder que siempre había deseado aprender a tocar la lira, así que mejor oportunidad no iba a tener nunca. ¿Cuál era, entonces, el fin último de este empeño de Sócrates? Sin duda, deseaba cumplir un último deseo, y ello —creo yo— justificaba ampliamente su esfuerzo.

Por otro lado, Carlos Arturo hace referencia al «repliegue de las humanidades en las mallas curriculares de escuelas y universidades», y cita a Martha Nussbaum, quien sostendría que «cuando se promueven las habilidades técnicas en desmedro del estudio de las humanidades se dota a los estudiantes de herramientas útiles para el desarrollo económico —lo que no necesariamente garantiza una mayor calidad de vida— pero se los priva de las habilidades necesarias para el ejercicio del pensamiento crítico» (el énfasis es de Carlos Arturo). En primer lugar, debo confirmar que, en efecto, las humanidades andan perdiendo presencia en las mallas curriculares de escuelas y universidades. La razón es histórica: a diferencia de las ciencias, las humanidades no han servido para mucho. ¿Han sido las humanidades, acaso, las que han contribuido en duplicar las expectativas de vida de la raza humana? ¿Han sido las humanidades las que han colaborado con mejorar la calidad de vida de la sociedad? Más aún, en algunos períodos de la historia, las humanidades han acompañado a prácticas nefastas para la humanidad. Acuérdense de la Alemania nazi: un pueblo culto, versado en altas humanidades, cayó en el salvajismo obnubilado por un discurso persuasivo y demente como el de Hitler. Algunos nazis escuchaban a Mozart o leían a Heidegger, extasiados, sintiéndose en dimensiones celestiales, al mismo tiempo que activaban los hornos que consumían a miles y miles de judíos. Mientras tanto, como hubiera dicho Camotillo el Tinterillo, «¿on estaba el pensamiento crítico?». Una alta formación en humanidades no asegura el desarrollo del pensamiento crítico. El papel cumplido por las humanidades durante el siglo XX ha sido resumido por una autoridad en el tema, como es el maestro judío austríaco-estadounidense George Steiner: «Las humanidades no humanizan [por lo menos no lo hicieron a lo largo del siglo XX]».

Ahora bien, en relación con la necesidad de enseñar determinados géneros discursivos, Cinthia opina lo siguiente: «[C]reo que las propuestas [la de Miguel Carneiro y la de Paúl Llaque, aunque, por cierto, se cuida en todo momento de nombrarme] no están en desencuentro […] creo que, si buscamos cuál es la que debe asumirse para la enseñanza o desarrollo de habilidades/conocimientos/ actitudes de redacción en primeros ciclos universitarios, la primera (la de tratar el cuero) es la más adecuada. No pretendo explayarme mucho; solo quiero expresar mi acuerdo con las ideas de Miguel: a redactar textos de las carreras aprenderán a lo largo de la vida académico-profesional».

Bien, voy a retomar la analogía utilizada por Miguel (la del cuero, el zapato, la cartera y la correa) para ilustrar el tema de la enseñanza de la lectura y la redacción en la UPC. Si una persona aprende a curtir el cuero y lo sigue curtiendo de por vida, bien por él; seguro que terminará siendo un gran curtidor de cuero, acaso uno de los más expertos del planeta. Si persiste en seguir curtiendo cuero, sin realizar ninguna otra actividad económica, jamás podrá elaborar zapato, cartera o correa algunos, y ello es comprensible: el hombre solo se dedica a curtir cueros.

Eso mismo puede pasar con nuestros alumnos. Si nosotros solo les enseñamos a construir oraciones gramaticalmente correctas o párrafos de distintos tipos, sin tener en cuenta que, en redacción, la unidad mínima es el género discursivo —y un determinado tipo de género—, tengamos la seguridad de que, en nuestros cursos, los alumnos no aprenderán a escribir lo que necesitan para sus especialidades. Si, además, tarde o temprano aprendieran a escribir lo que requieren en sus carreras —lo cual me parece bien, porque, generalmente, las personas hacen de la necesidad virtud—, los cursos de Lenguaje no saldrían bien parados: si a fin de cuentas los alumnos van a aprender solos a redactar lo que necesitan, ¿por qué no prescindir de los cursos de Lenguaje? No me cabe duda de que esos alumnos, urgidos por la necesidad, redactarán los géneros que requieran, pero no escribirán tan bien como lo harían si nosotros acompañáramos —y optimizáramos— ese aprendizaje.

Me parece que, en la propuesta de Miguel —que suscribe Cinthia—, subyace la idea de que existiría una redacción «general» y una redacción «específica». Y eso no es cierto. (Debo aclarar que, desde hace mucho tiempo, en la UPC, la idea de que debamos enseñar una redacción «general» a los alumnos de todas las carreras predomina equivocadamente). De ser cierta la dicotomía redacción «general»/redacción «específica», significaría —este es un guiño para los lingüistas del equipo de Lenguaje—, significaría, digo, pretender que una persona, para que domine su primera gramática, es decir, su lengua materna, primero deba hablar la lengua universal, la denominada por Chomsky gramática universal. Sería absurdo. Nadie aprovecha la gramática universal, entendida esta como la capacidad innata para desarrollar el lenguaje —siguiendo, de nuevo, al bueno de Chomsky—, si no es en el contexto de una gramática específica. De la misma forma, nadie aprende a establecer la idea general o las ideas secundarias en el aire. Establezco la idea general y las ideas secundarias de un texto concreto y específico, el cual puede pertenecer al género académico, político, técnico, narrativo, lírico, periodístico, literario-infantil, etcétera. Puedo, inclusive, ampliar la noción texto y entenderla como fuente de información, y establecer la idea principal y las ideas secundarias de un aviso publicitario, de una película, de una conversación, de una entrevista televisiva, de un programa de espectáculos, de un evento social o científico, y de un largo, larguísimo etcétera.

Lo mismo ocurre con la redacción. Siempre que redacto, redacto textos que corresponden a un género específico, más allá de que ese género pueda ser básico o elemental (un e-mail coloquial, un chat, el comentario a la noticia o al artículo de un blog, la respuesta de desarrollo a una pregunta de examen), o de nivel intermedio (un ensayo académico básico, un informe técnico o ejecutivo, el acta de una reunión, una noticia periodística), o de nivel avanzado (un ensayo académico especializado, un texto de divulgación científica, una tesis de grado o postgrado, una crónica literario-periodística). Por ello, cuando enseñemos a redactar, debemos enseñar a redactar uno o más géneros discursivos que les sean funcionales (útiles) a los alumnos en su vida universitaria inmediata. Los aspectos generales —no la redacción «general», sino los elementos generales de la enseñanza de redacción—, como ortografía, puntuación, normativa, construcción de párrafos, deberán articularse en función del género discursivo que estemos enseñando a redactar. Aislados, esos aspectos generales se aprenden para ser olvidados. Algunos alumnos expertos en detectar errores normativos en una oración y en otra, cuando deben escribir un texto completo, incurren, a veces de forma sistemática, en los errores normativos en los que se volvieron expertos en detectar.

Paúl Llaque

Cito a continuación la afirmación de Paúl que discutí en mi anterior intervención: “Muchas veces, el profesor es un gran enseñante, y enseña mucho, pero los alumnos no aprenden nada, aprenden poco o solo algunos aprenden lo deseable. Esa es la razón por la que insisto en que sea el alumno el centro del proceso.” En su reciente intervención señaló que “No es verdad que el argumento de enrostrarle —sin mayores elementos de juicio— la responsabilidad del fracaso en el aprendizaje al profesor sea, en primer lugar, un argumento. En segundo lugar, yo no he sostenido tamaña afirmación”. No solo lo evidente es susceptible de ser discutido sino también, y a veces sobre todo, las implicancias de una afirmación. Mencioné que lo manifestado por Paúl atribuye la responsabilidad del fracaso en el aprendizaje al maestro y no al alumno porque, pregunto ¿hay otra deducción posible? Observemos las implicancias de considerar al alumno como centro exclusivo del proceso enseñanza-aprendizaje (postura esgrimida por Paúl) y como una centralidad compartida o integral (mi postura).

-Gran profesor + pésimo resultado = ¿a quién se responsabilizará de tal fracaso si solo se asume al alumno como el centro del proceso de enseñanza-aprendizaje? Al profesor por supuesto, ya que el alumno, considerado por Paúl como centro del proceso, no logró aprender a pesar de que su profesor es un gran enseñante y domina el tema. Otro: ¿en quién se concentrarán las críticas del centro educativo, de los padres de familia y de la opinión pública si solo se concibe al alumno como centro del proceso de aprendizaje si aunque el profesor sea “un gran enseñante (…) los alumnos no aprenden nada, aprenden poco o solo algunos aprenden lo deseable.”?

-Pésimo profesor + pésimo resultado = se agrava la situación anterior, puesto que ahora es más evidente que la deficiencia estuvo en quien enseñaba. Si el alumno tuvo responsabilidad en su fracaso, posiblemente, este sea relativizado debido a que si él es el centro excluyente se interpretará que no fue lo suficientemente orientado por su profesor

-Pésimo profesor + óptimo resultado = subsiste la incompetencia del profesor invisibilizada por el logro de resultados satisfactorios. El alumno posiblemente venciendo sus limitaciones, las del sistema educativo y las del maestro logró aprender. Si solo nos quedamos en la obtención del logro, en la observación de resultados, en la verificación de la adquisición de habilidades ¿Qué sucederá con aquel maestro?

A diferencia de lo considerado por Paúl, yo sostengo que el proceso de enseñanza-aprendizaje es recíproco e intersubjetivo, lo que descarta de plano el centralismo o la unilateralidad y da lugar a un enfoque integral del proceso enseñanza-aprendizaje.

De esta manera, se refuerza una visión resultadista y excesivamente pragmatista de la enseñanza, la cual evalúa exclusivamente resultados, pero que no indaga en el proceso ni en las variables que los determinaron, salvo para atribuir falsamente que tal efecto es resultado indubitable de tales causas. Por ello insisto en que Paúl confunde el proceso con la finalidad u objetivo del mismo. Que el alumno deba aprender, ¡de acuerdo! ello nunca estuvo en debate. Lo que sí discuto es la exclusiva consideración del alumno como centro de dicho proceso, mas no el logro de habilidades o la adquisición de conocimientos y lo discuto por las implicancias nefastas que ello entraña. Proceso no es lo mismo que resultado; es más, el seguimiento estricto y disciplinado de cualquier procedimiento no garantiza necesariamente la obtención de resultados satisfactorios. ¿Por qué? Pues porque variables exógenas actúan sobre el profesor y el alumno para bien o para mal. Sobredimensionar la centralidad del alumno conduce a perder de vista aquellas variables.

Paúl ha dejado en claro en su última intervención que el alumno también es responsable de su propio fracaso en el aprendizaje; sin embargo, ello no se aprecia y tampoco es deducible de la afirmación citada al inicio.

Paul no lo ha dicho y luego lo ha aclarado ¡enhorabuena! Pero hasta antes de ello las implicancias de lo que dijo estaban ahí

Lo vertido por Paúl —citado al inicio— me preocupa por las secuelas que supondría su validación, las cuales aunque no sean explícitas, no son difíciles de pronosticar
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Carlos Arturo Caballero




    jueves, mayo 26, 2011

    Prácticas letradas contemporáneas. Claves para su desarrollo

    Hace tres meses un grupo de docentes de Lenguaje de la UPC intercambiamos opiniones acerca de cuál sería la metodología más adecuada para enseñar nuestro curso toda vez que está orientado a la comprensión y producción de textos académicos. Lo particular de este debate fue el medio en el que se realizó: la mayor parte tuvo lugar a través del correo electrónico. Durante casi dos semanas, todos los destinatarios del debate asistimos a una larga e instructiva exposición de observaciones, acotaciones, ampliaciones, réplicas e interpelaciones que si bien coincidían o diferían, mantuvieron en todo momento un tono alturado en el que prevalecieron las ideas.

    El debate tomó un giro repentino desde que el profesor Roberto García nos remitiera un artículo de Wilfredo Ardito publicado en su blog Reflexiones Peruanas, titulado "Le voy a decir a mi papá". El este post, Ardito, conocido activista antirracista y profesor de la Facultad de Derecho de la PUCP, ofrece su punto de vista acerca de la actitud que asumen los actuales estudiantes universitarios y sus padres respecto a la exigencia y las normas universitarias. El comentario de Paul Llaque sobre este artículo giró el debate hacia otro tema no menos interesante y polémico: el rol del profesor en la enseñanza contemporánea. Es en este marco que me animo a participar de lleno en el diálogo. A continuación, publico parte de aquel interesantísimo debate que, en lo personal, significó una muy grata oportunidad para refrescar la rutina e imprimirle una buena dosis de emoción a una actividad que disfruto enormemente: debatir.

    Antes que leer las intervenciones de los participantes, sugiero la lectura del artículo de Wilfredo Ardito, "Le voy a decir a mi papá". En este post, publico el minucioso comentario de Paul Llaque acerca del referido artículo.

    Reflexiones Peruanas Nº 342


    -LE VOY A DECIR A MI PAPÁ

    Wilfredo Ardito Vega

    -Lo busca la señora Martínez -me dijo la recepcionista.

    Bajé preocupado, pues, por su entonación, debía ser una situación grave. Efectivamente, en medio de todas las personas que había en ese momento en la recepción logré distinguir a una señora muy angustiada. Cuando me identifiqué, ella exclamó:

    -¡Usted ha jalado a mi hija!

    Me quedé estupefacto. Cuando yo estudiaba en la universidad, era impensable la intervención de un padre de familia en las notas de sus hijos, la matrícula o cualquier otro aspecto de la vida universitaria. Se asumía que, quien lograba ingresar a la universidad, en mérito a un peleado examen, era una persona suficientemente responsable para resolver sus propios problemas.

    Ergo: No hay mejor forma de aprender como yo aprendí ni mejor forma de enseñar como me enseñaron a mí.

    Ojo: El problema es que el profesor y la alumna pertenecen a generaciones distintas. Y si al profesor le enseñaron tan bien, debería tener capacidad para comprender que existe un sinnúmero de personas, como la señora de la historia, que piensa o siente distinto de él, ¿verdad?

    Años después, un amigo que enseña en una universidad de Surco me confiesa que su principal habilidad es percibir quiénes son los alumnos más palomillas, cambiarlos de sitio cuando conversan y, si se exceden, hacerlos salir del salón.

    Ojo: Si un profesor universitario tiene como principal habilidad cambiar de sitio a sus alumnos para lograr la disciplina, el problema es el profesor, no los alumnos.

    -Pero eso parece un colegio -le digo yo.

    -Así es -me responde -.Por eso que muchos profesores no resisten.

    Pregunta: ¿Qué tiene de raro en que una universidad se parezca a un colegio? Tanto la universidad como el colegio (de secundaria, primaria o inicial) son centros de enseñanza-aprendizaje. Tanto en la universidad como en el colegio, los profesores deben propiciar el aprendizaje de los alumnos. Es obvio que las estrategias para lograr esos aprendizajes son diferentes en una universidad que en un colegio, pero tanto el profesor universitario como el profesor de colegio van a enseñar. Si algún profesor cree que a la universidad se va solo a disertar o solo a demostrar que es un sabio ignorado o postergado por la ciencia, el problema es el profesor, no el alumno ni la universidad.

    De hecho, en algunas universidades el grave problema es la total ausencia de filtros en el ingreso. Basta estar en cuarto o quinto de media de algún colegio caro, para que las "oficinas de admisión" comiencen a cortejar a los alumnos o pasen a acosarlos, inclusive llamando a sus casas. La única selección para ello es la capacidad económica de los padres. Naturalmente, esta captación de escolares sin ningún rigor académico, también ha contribuido a rebajar los niveles de la enseñanza escolar.

    Ergo: El problema no es del profesor, sino de «la total ausencia de filtros en el ingreso [a la universidad]». Y este problema «[n]aturalmente» […] también ha contribuido a rebajar los niveles de la enseñanza escolar». El problema sigue sin ser del profesor; es el sistema, los fantasmas, el imperialismo, el comunismo; alguien es responsable, pero el profesor no, ¿verdad?

    Otro ergo: Mientras tanto, el profesor podrá seguir sin hacer nada al respecto, ya que fuerzas sobrehumanas lo atenazan. ¡Y eso que a él le enseñaron muy bien, ah!

    Un ergo más: El problema se ha detectado en los colegios caros (al parecer, no en el sistema estatal). Y ocurre porque «[l]a única selección [para ingresar a la universidad] es la capacidad económica de los padres».

    "Tengo alumnos que no saben ni leer ni redactar", se lamenta un profesor de una universidad que jacta de no rechazar a ningún postulante? en tanto pueda pagar las boletas. En otra universidad, una profesora de Lengua, que cuando era estudiante en dicho curso leía y comentaba a Chomsky y Saussure, confiesa que ahora en ese curso enseña a colocar tildes y el uso del punto y coma? lo que en mis tiempos eran competencias básicas a los doce años o aún antes.

    Ergo: No hay mejor forma de aprender como yo aprendí ni mejor forma de enseñar como me enseñaron a mí.

    Ojo: Los jóvenes de hoy leen y escriben mucho más que los de generaciones anteriores, no porque sean más inteligentes o estudiosos, sino porque están expuestos a mayor información textual que otras generaciones, y porque los niveles de analfabetismo, en la actualidad, se han reducido, entre generación y generación, tanto en el Perú como en el resto del mundo. Ciertamente, los jóvenes de hoy —a menos que estudien Lingüística, Semiótica o alguna disciplina pariente de las anteriores— no suelen leer a Chomsky ni a Saussure, porque esos autores no les son significativos. ¿Qué aportaría Chomsky o Saussure a un futuro médico veterinario, a un futuro decorador de interiores o a un futuro gourmet? Por otro lado, los jóvenes de hoy omiten tildes y signos de puntuación cuando chatean o envían mensajes de textos, circunstancia que no han experimentado los integrantes de generaciones anteriores cuando eran niños o púberes. Desde esa perspectiva, el aprendizaje y la experiencia en acentuación y puntuación son generacionalmente distintos; por tanto, los tratamientos deberán ser diferentes. Finalmente, si un profesor de Lengua no desea hacerse cargo de la acentuación y puntuación, que renuncie y que le deje la tarea a otros cursos, por ejemplo, los de Marketing o de Electrónica… Siempre hay buenos samaritanos dispuestos a ayudar, ¿verdad?

    A esto se añade que ser universitario en el Perú implica menos preparación que en otros países de América y Europa, por el simple hecho que uno termina el colegio a los 16 años, muy, pero muy joven. Por eso ahora tiene más sentido que nunca la existencia de Estudios Generales, como afortunadamente subsisten en la Universidad Católica. Es bien sabido, sin embargo, que éstos son percibidos como una ?pérdida de tiempo? en la mayoría de universidades. El funcionario de otra universidad admite que al no haber Estudios Generales sus alumnos ?no tienen una real vocación por la carrera que están siguiendo?.

    Pensamiento célebre: Los universitarios peruanos no están bien preparados que sus similares en el resto de América y en Europa porque terminan el colegio a los 16 años. Es decir, si terminaran con mayor edad, ¿estarían mejor preparados?

    Otro pensamiento célebre: «El funcionario de otra universidad admite que al no haber Estudios Generales sus alumnos no tienen una real vocación por la carrera que están siguiendo». ¿¡!?

    Ojo: Los centros de aprendizaje más avanzados del mundo consideran que, para lograr habilidades en un nivel de experto, es necesaria una práctica intensa de unas diez mil horas en un período de, aproximadamente, cinco años, con lo cual uno no debería invertir tiempo ni esfuerzo en asignaturas que pueden ser muy importantes para los profesores que las dictan, pero no para el alumno y su carrera. Para decirlo con otras palabras, ¿qué diría un alumno de Lingüística o de Literatura al que se le obligara a llevar un curso básico de Mecánica Cuántica, entre otras cosas, porque el decano de Ciencias argumenta que, aunque parezca mentira, esta realidad —y las personas forman parte de la realidad— está constituida por partículas subatómicas, y uno no puede irse al más allá sin saber algo de Mecánica Cuántica?

    Actualmente, además, un factor importante para la selección de la universidad es que muchos padres quieren evitar que sus hijos estudien "lejos". Un amigo me dice: "Quizás la experiencia del terrorismo nos convirtió en una generación extremadamente sobreprotectora". Desde la perspectiva peruana parece infame el modelo anglosajón, donde los adolescentes viven en la Universidad, muy lejos del hogar paterno.

    Ojo con este giro estilístico: «[U]n factor importante para la selección de la universidad es que muchos padres quieren evitar que sus hijos estudien lejos» (mi énfasis).

    Mientras los padres buscan prolongar la dependencia de sus hijos, hay quienes disfrutan de esta sobreprotección, evitando asumir responsabilidades normales para su edad o buscando una universidad donde haya gente "como las de mi colegio".

    A largo plazo la sobreprotección puede generar personas realmente atrofiadas en sus capacidades sociales, que a los 25 años jamás han usado el transporte público, que perciben a sus compatriotas con temor o desprecio... y que en el ámbito académico no logran aceptar muchas exigencias. Después de todo, cuentan con sus padres si un profesor los desaprueba. Lamentablemente, en este proceso también han intervenido algunas universidades que prefieren tratar a los alumnos como si fueran eternos colegiales.

    ¿Se puede enfrentar esta situación? Por supuesto que sí? Una primera medida sería extender uno o dos años la educación escolar, procurando que hacia el final se brinde una capacitación orientada al desempeño profesional o técnico de los alumnos. Otra posibilidad sería que todos los egresados de secundaria dieran un mismo examen y, de acuerdo a su rendimiento, podrían optar por ingresar a las universidades. Debería prohibirse toda manipulación de los escolares como llamadas a las casas o correos electrónicos que busquen deslumbrarlos. Otra medida sería hacer obligatorios los Estudios Generales en todas las universidades.

    Ergo: El sistema funciona muy mal; por eso, hay que darles más de ese sistema: ya no cinco años de secundaria sino siete. ¿¡!?

    Ojo: Ampliar el nivel secundario para incluir una formación técnica fue una medida que ya se ha implementado en el Perú; lamentablemente, el proyecto constituyó un rotundo fracaso.

    Otro ojo: «Otra posibilidad sería que todos los egresados de secundaria dieran un mismo examen y, de acuerdo a su rendimiento, podrían optar por ingresar a las universidades». ¿Es esta una cita no entrecomillada de Fidel Castro o de Hugo Chávez?

    Tercer ojo: «Otra medida sería hacer obligatorios los Estudios Generales en todas las universidades» (¿Cita no entrecomillada de Fidel Castro o de Hugo Chávez?).

    Un ojo más: «Debería prohibirse toda manipulación de los escolares como llamadas a las casas o correos electrónicos que busquen deslumbrarlos». ¿Quién debería prohibir esto? ¿Y a quién se le debería prohibir esto?

    Mientras esperamos que todo esto suceda, a quienes enseñamos en la universidad nos queda aprender a formar personas maduras, serias y responsables. Y algunas veces, nos tocará tratar con los padres que, en el fondo, no quieren que esto suceda.

    Ojo con esta idea: «Y algunas veces, nos tocará tratar con los padres que, en el fondo, no quieren que esto suceda [¿los padres no quieren que a sus hijos se los forme como personas maduras, serias y responsables?]». Es decir, no solo los alumnos de hoy no saben ni leer ni escribir, sino que también los padres son unos degenerados… ¡Y eso que los padres son de generaciones anteriores…!

    jueves, marzo 17, 2011

    PPK: ¿un candidato no tradicional?



    Por Carlos Arturo Caballero

    El fenómeno PPK ha generado un verdadero tsunami en el ciberespacio. Los medios señalan que es el candidato favorito de los cibernautas en las redes sociales donde aparentemente arrasa con sus contendores, pues obtendría mucho más aceptación de lo que revelan las encuestadoras. Prueba de ello es la nada despreciable legión de entusiastas y espontáneos cibernautas que no dudan en reenviar el artículo que Jaime De Althaus escribiera sobre el candidato de la Alianza por el Progreso. En este momento, podríamos afirmar que De Althaus es el columnista más leído a través del reenvío de correos electrónicos y redes sociales. Esta es la maquinaria publicitaria más efectiva para la campaña de PPK: la difusión de una apretada, pero sucinta y persuasiva semblanza del candidato en mención. Su notable ascenso en las encuestas se lo debe, en parte, al amigable artículo de De Althaus, ya que su contenido es tan claro y distante de complejidades teóricas que cualquier lector sentiría que su candidato palidece ante la impresionante trayectoria y cualidades de PPK.

    Una primera lectura del fenómeno PPK es que, posiblemente, Internet sea el espacio en el que se decidan las batallas políticas en el futuro y no solo un complemento publicitario. A diferencia de las décadas anteriores, cada vez es mayor la cantidad de ciudadanos que posee acceso a tecnologías masivas de información que antes solo estaban al alcance de una determinada élite socioeconómica. No obstante, no habría que ser tan optimistas al respecto, pues aún falta mucho por recorrer para que el ciberespacio se constituya en un espacio decisivo de deliberación política, ya que el porcentaje de la población que se informa sobre temas políticos a través de la red es ínfimo en comparación a lo que obtienen de la televisión, la radio y la prensa escrita. A pesar de ello, el impacto de la campaña de PPK por este medio viene sentando un precedente que no se debe ignorar: la espontánea adhesión de una parte de la ciudadanía que, mediante la red, comparte y apoya una opción política sin ánimo partidista o militante, sino exclusivamente basada en la confianza depositada en una imagen prediseñada por un periodista de opinión. El problema que encuentro aquí es la poca o nula disposición al examen riguroso de dicha imagen, puesto que no se repara en el hecho que no solo se necesita un profesional calificado como primer mandatario de una nación, sino también a un individuo comprometido con temas como derechos humanos y lucha anticorrupción.

    Acerca de lo manifestado por Jaime De Althaus, tengo que decir que la simplificación de su análisis sobre PPK logra persuadir, pero abusando de gruesas omisiones y reducciones imperdonables. Desde el inicio anuncia que considera a PPK un candidato no tradicional. ¿Puede serlo alguien que ha ejercido altos cargos dentro el Ejecutivo y cuya participación en la elaboración de ciertas leyes que exoneraban de tributos a empresas mineras y petroleras extranjeras resulta poco menos que indignante? ¿Lo es alguien que cuando fue ministro de Economía durante el gobierno de Toledo declarase que cambiar reglas y contratos es una idea propia de gente de los Andes, un lugar en el que no se puede pensar con claridad por los escasos niveles de oxígeno? ¿Cómo podemos calificar a un candidato que se une al coro de voces que buscan tumbar a Alejandro Toledo no con ideas sino con agravios y burlas y que hace unos meses intentó asustar a la opinión pública señalando que un eventual triunfo de Susana Villarán ahuyentaría las inversiones extranjeras? ¿De quién es operador PPK: de los intereses nacionales o de los transnacionales, de la agenda una derecha liberal en lo económico, pero conservadora en lo político? Hasta aquí me queda claro que PPK comparte algunas actitudes de los políticos tradicionales.

    Descalificar su candidatura en virtud de la posición económica, de su trayectoria como funcionario, de su doble nacionalidad sería actuar con mezquindad. En lo personal, me parece que es el candidato que profesionalmente y como tecnócrata supera ampliamente al resto de sus contendores; sin embargo, ese no es problema. Lo sustancial es saber cuánto está dispuesto a reformar en la política económica, tributaria, laboral. Asimismo, conocer cuál es su postura respecto a temas de derechos humanos, el indulto a Fujimori, los procesos anticorrupción y el seguimiento a las recomendaciones de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, matrimonio homosexual y legalización del aborto por mencionar solo algunos temas. (De hecho su alianza con el PPC dificulta, desde mi punto de vista, cualquier apertura hacia una flexibilización en materia de derechos sexuales y culturales, debido al denodado conservadurismo de este partido). Mi objeción a la semblanza de De Althaus es que construye y reafirma una imagen de PPK netamente economicista, de manera que sugiere que todos los problemas del Perú se reducen a cuestiones del mercado, de oferta y demanda, de inversión o de profesionales calificados. Esto es importante, muy importante, pero no es lo único.

    La presencia de PPK como ministro de Estado sirvió para garantizar la estabilidad de las inversiones de conglomerados transnacionales que vieron y perciben en él a alguien que tiende puentes entre el Estado y el empresariado. ¿Estará dispuesto a renegociar el impuesto a las sobreganacias de las empresas mineras o siquiera a mencionarlo? ¿Será partícipe de un referéndum para evaluar la privatización de las empresas administradoras del agua o simplemente lo decretará?

    De mi parte solo tengo más dudas que certezas sobre la candidatura de PPK. La única seguridad que poseo es que no se trata de un candidato no tradicional, sino de un tecnócrata eficiente y exitoso que ha sabido mantener un perfil bajo cuando se ha requerido y en cuyo haber político solo falta la presidencia de la República, la cual es una actitud, por decir lo menos, muy tradicional.

    Enlaces de interés



    EL ESTADO HEMIPLÉJICO - SINESIO LOPEZ